domingo, 24 de agosto de 2014

ASCENSION A EL AVILA,

hoy llamado Waraira Repano...




Transcrito por:
Guillermo Sáez Álvarez

La ascensión fue penosa. El sendero se empinaba, intransitable, por un terreno resbaladizo y que se desmoronaba bajo las plantas, cerro abajo, luego, por entre los tupidos y pendientes arrezafes, cuyas ásperas ramas azotaban y rasgaban los rostros; por inverosímiles cuestas de rocas cubiertas de helechales rastreros, desamparados de sombra, caldeadas por el quemante sol de las alturas; por vericuetos inaccesibles, en los cuales medraba una vegetación sequiza que sugería y acrecentaba la sensación de la sed.

Al mediodía, ya en la fila, hicieron alto para almorzar en un sitio apacible y fresco. Era un vallecito rodeado por todas partes de topes roqueños y cubierto por un césped de verde tierno, bajo el cual se escondían pequeños cilancos de un agua pura y fría. A un lado había un carrizal; en el centro, un arbusto solitario, de tronco ennegrecido y hojas lucientes y quebradizas que daban un suave olor de incienso. En aquel sitio, parecía condensarse la soledad y el silencio de las alturas en una paz honda, que llenaba el espíritu de vagas melancolías.

 - En marcha, en marcha- y emprendió la subida de la cuesta que remataba en la fila.

Caminaron largo rato por ella, entre las brumas que se levantaban de la parte del mar, arropando los roquedales, deslizándose por las laderas, envolviendo toda la montaña en sus velos desvanecientes, a través de los cuales, en paradojas de perspectivas, las cosas cercanas parecían enormes y distantes. Iban por el filo de la serranía siguiendo un vago sendero que apenas se marcaba entre la vegetación rastrera de las alturas, compuesta de frailejones y matojos de hojas extrañas y de vivos y variados colores, y que a cada paso desaparecía en las eminencias formadas por aglomeraciones de piedras sostenidas en absurdos equilibrios, o por rocas enterizas, de un vago color rosa o verduzco, limpias de aristas y dentellones, como si el perenne y suave rodar de las neblinas las hubiera aromado.



Al atardecer llegaron a una plataforma rodeada de grandes masas de rocas que la guarecían de los vientos cumbreños. El suelo estaba formado por una greda blanquecina, sembrada de numerosos hoyos de escaso diámetro que parecían huellas de animales que anduviesen en bandadas, y en el fondo de las cuales se empozara el agua de las nubes rastreras. Las piedras de un tono verdoso, manchadas de líquenes planteados, tenían inscripciones que daban constancia de cuanta gente anónima visitara el sitio, y en las espeluncas, que formaban en su aglomeración ciclópea, veían restos del fuego encendido por los excursionistas que habían pernoctado en ellas.

Con la puesta del sol reposó el viento que ululaba entre los filos de las peñas, atriando la neblina, y al descorrerse el blanco cortinaje, surgió la montaña, fantástica, imponente. Una luz dorada resplandeció un momento sobre los Picos; luego se deshizo en suaves tintas violadas; lució después el verde espectral de las cumbres musgosas, el azul delicuescente del anochecer de las alturas, la claridad fantasmal de la luna.

Así pasó toda la noche, arrullado por la monótona conversación de los peones que velaban en torno a la fogata. Cuando la luna llena rozaba el borde sombrío de la Silla y empezaban a verse las últimas estrellas de la noche, abandonó la gruta donde estaba guarnecido gritando a Ortigales-

 - ¡Arriba! ¡Arriba!. Que nos coge el día.

Ortigales surgió de su guarida, tiritando de frío y se acercó a la lumbre donde ya los peones calentaban el café.

Luego se pusieron en marcha, precedidos por Reinaldo, que tenía prisa por llegar al Pico antes que saliera el sol, atravesando tupidos bosquecillos de carrizos emparamados, trepando por las escarpadas de los peñascos que formaban tortuosos laberintos.

Coronado el Pico esperaron el amanecer en silencio, de pié sobre la roca, sin atreverse a turbar la augusta serenidad de las alturas. Abajo, en el mar, un místico sendero de plata se extendía sobre las aguas dormidas y obscuras, hacia el ocaso lunar; de arriba, del polvo luminoso de las constelaciones caía sobre la montaña una turbia claridad; en los confines del mar comenzaron a encenderse vagos carmines; luego el alba empezó a mover, tras el horizonte sus maravillosos espejos; primero un reborde de luz sobre una ceja de monte lejano; en seguida, un jardín de arreboles cambiantes; de súbito, un chorro de oro, y ¡ al fin, el sol!.

Ortigales dio un grito; a los lejos, en el mar, sobre el cielo, la silueta del pico proyectaba un triángulo de sombra.

Reinaldo exclamó, maquinalmente:

 - ¡Cállate! ¡No hables!



El compañero lo vio transfigurarse, como un iluminado. Sus ojos atónitos recogían la belleza esparcida por el mundo. De un lado, el mar era un inmenso esmalte azul, en cuyo desvaneciente confín de suaves amaneceres reposaban vagas sombras violáceas de remotos islotes, como ballenas dormidas hasta el alba; del otro lado, las tierras, los riscachales de la ríspida cresta de Naiguatá, sembrada de rocas sueltas que hacían pensar en el fragor de gigantescos desmoronamientos; el dromedario colosal de La Silla, parado en su marcha hacia el valle de Caracas, con una resplandeciente gualdrapa sobre las gibas; la montaña toda desperezando en la luz su nervura formidable, cortada de abismos vertiginosos, áspera en los fragosos peñascos de los voladeros, suave en us laderas tendidas que bajaban cubiertas de raso joyantes de los pajonales, arrezagando la felpa azulosa de las hondonadas, dentro de los cuales la voz de los torrentes formaba ese fondo rumoroso de los grandes silencios de las montañas. Abajo, en las faldas, suaves lomas y quietas llanadas, surcadas de senderos, moteadas de cultivos; el valle, en el fondo, cubierto de grumos inmóviles que parecían rebaños dormidos; más allá, las cordilleras de colinas que se metían, tierra adentro, azules, con toques de sol, como un escarceo de otro fantástico mar ; los grupos de pueblos y caseríos pequeños y dispersos a grandes trechos, en los vallecitos por donde iba el alba saltando; la remota franja de dorados celajes de llanuras que cerraban el horizonte….! ¡Todo el paisaje de la tierra natal que es una embriaguez de luz y de color!

(Primera parte. El último Solar) Tomado
del libro La Geografía Venezolana en la
Obra de Rómulo Gallegos, de Juan Liscano.

Transcrito por:
Guillermo Sáez Álvarez,
17 de agosto de 2014.


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