miércoles, 4 de junio de 2014

EL HATILLO DE LOS AÑOS 40,

o una agitada visita al agro....




Por: Guillermo Sáez Álvarez

El pueblo El Hatillo, fundado en 1781 por Baltazar de León, perteneciente hoy al Municipio Baruta, fue durante muchos años una zona agrícola donde se cultivaban hortalizas, naranjas, piñas, café, etc. Cuentan que el primer automóvil llegó en la década de 1910-20 por caminos de tierra.

Allá por los años 43-44, aparte de los agricultores, los pocos visitantes éramos más bien excursionistas que llegábamos al pueblo a campo traviesa obviando el estrecho y sinuoso camino usado por los agricultores para llevar sus frutos a los mercados de Caracas y sus alrededores.

Acostumbrados como estábamos a subir al Ávila y caminar por donde quiera, decidimos una tarde, para variar, visitar el pueblo por los caminos verdes, atravesar los piñales de las colinas circundantes y llegar casi amaneciendo al pintoresco y hermoso pueblito agrícola.

Cansados como estábamos, llegamos a la calle principal, y cuando me refiero a la calle principal, es solo una suposición, por ser más ancha que las otras que vimos y si me preguntan a cual corresponde hoy día no lo sabría decir por el desarrollo que ha tenido el pueblo, aunque se conserve el estilo tradicional de manzanas cuadradas y casitas alineadas, muy parecidas unas a otras y con ventanas enrejadas, conservando algunas el estilo colonial. Si he de hacer una comparación, podría asemejarse a la Petare de antes, aquella Petare de los famosos golfeados a donde se iba especialmente a comerlos, así como se va al Hatillo hoy día a tomar chocolate caliente con churros. Lo que sí se diferencia un poco es que la topografía de El Hatillo, por estar en una zona montañosa, tiene desniveles bastante pronunciados, es decir, subidas y bajadas para ser más específicos.

Tengo que repetir una anécdota que conté cuando escribí Mis Memorias, pues de otra manera esta historia quedaría incompleta.

Repito que cuando llegamos eran como las 5 am. y cansados como estábamos tocamos la puerta en una bodeguita llamada Bodega El Hatillo con la intención de pedir nos permitieran descansar hasta el amanecer.  Tuvimos suerte, pues al rato salió un señor oloroso a aguardiente, y aunque usted no lo crea, nos dejó entrar, quizás porque nos vio con morrales y nos pasó a una habitación llena de sacos diciéndonos: - pueden acostarse sobre esos sacos, eso sí, calladitos hasta que aclare.

Le dimos las gracias y nos acostamos mientras él hacía lo mismo en un chinchorro en la parte de afuera.

Estuvimos tranquilos un rato, pero como teníamos hambre sacamos de nuestros morrales algunos panes. Ahí comenzó la rochela. Todos éramos unos muchachos entre 17 y 20 años cuando mucho. Uno de nosotros que creo fue Arévalo, el colombiano como lo llamábamos, tuvo la infeliz idea de comenzar una guerra a punta de bollos de pan, con la mala suerte de que uno de los panes fue a dar en la cabeza del señor que dormía, perdón, -bebía- en el chinchorro, quien se paró furioso y nos regañó y amenazó con echarnos a la calle. Le pedimos disculpas y nos quedamos quietos.
Más o menos a las 6.00 de la mañana tuve la peregrina idea de levantarme buscando dónde orinar Todos  dormían (el viejo roncaba su rasca) y entré a un cuarto levantando una cortina, me acerqué a la pared y comencé a orinar. De pronto oí un grito de mujer, y otro, y otro: ¡socorro… un ladrón, un ladrón! (Obviamente la mujer no sabía nada de nosotros) Yo corrí hacia el cuarto con la mujer chillando detrás de mí, despertando al viejo, que enratonado como estaba la emprendió a golpes contra mi humanidad, golpes que yo esquivaba como podía. El escándalo despertó a un hombre que dormía en otro cuarto, que salió con tremendo machete cola e ´ gallo, y gracias a Peñaloza, quien había abierto la puerta, pudimos escapar ilesos hacia una colina sembrada de piñales, sin ver para atrás. Cuando nos creímos a salvo nos detuvimos con la lengua afuera, a descansar y fue entonces cuando nos dimos cuenta que faltaba -El Colombiano- ¡Dios mío, dije, -deben haberlo matado!.  Aún nerviosos, decidimos bajar. “Que sea lo que Dios quiera”, dije, y bajamos con mucha precaución.  Había gente en la calle y en las puertas de las casas que habían despertado con el alboroto. De pronto vimos al colombiano corriendo alrededor de un gran árbol y al hombre del machete persiguiéndolo. El colombiano gritaba: “perdón, maestro, perdón”. Al fin, el tipo ya cansado, dejó de perseguirlo y se sentó, pero muerto de la risa.  Cuando nosotros llegamos le explicamos que todo había sido un malentendido y el tipo comprendió, terminando todo en risas de ambos lados, más que todo, burlándonos del colombiano.

A pesar del incidente, comimos, hablamos con la gente del pueblo y regresamos a Caracas con algo que contar.

Días más tarde, escribí unos versitos recordando el incidente que decían más o menos  así:

Y cuando en El Hatillo
por abusar de la confianza
que nos brindara un viejo
y entrar a la pieza equivocada
donde estaba la esposa que dormía
y que al verme formó una algarabía
que oyeron en Petare y en Baruta
y para colmo la muy bruta
salió en enaguas con su peo
despertando al hombre que dormía
y vaya si corrimos cuando vimos
un enorme machete cola e gallo
cernirse en nuestras testas despeinadas
pues era madrugada y todo el pueblo que dormía
levantose de pronto alarmado
creyendo que el fin había llegado
por vía de un terremoto.

Son cosas idas, pero que están presentes cuando, indagando en el pasado de aquella juventud inquieta, recordamos una que otra aventura de las muchas que vivimos.

Por: Guillermo Sáez Álvarez,
12-06-2012
   




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